Por María Alejandra Berroterán
Fotos: Archivo FH
Stefanny El Ahskar tiene una voz dulce, cuenta 22 años y sigue con la buena costumbre de escuchar a las personas. Hace once años su papá le regaló un pedacito de su hígado, porque ella había nacido con atresia de las vías biliares, una condición hepática que puede poner en riesgo la vida del paciente.
“Mira, que yo recuerde iba a clases como todos los niños, pero mis vacaciones las pasaba en el hospital. Me enfermaba, se me alteraban los valores, me subía la bilirrubina, me ponía roja, se me rompían unas venas por dentro y me tenían que hacer endoscopias porque vomitaba sangre. Siempre he tomado pastillas, antes y después de operarme, pero llegó un momento en que me hospitalizaban cada vez más y los médicos dijeron que si no me hacían el trasplante no duraría mucho”.
Para ese momento, Stefanny tenía 11 años de edad y acababa de pasar al quinto grado. “Me asusté mucho, yo al principio no quería que me operaran, tenía miedo a lo que me pudiera pasar en el quirófano, yo creía que iba a morirme en la operación. Pero no había alternativa; empecé a ir a Caracas para unos exámenes y como dos días antes de la cirugía me hospitalizaron”, cuenta de su experiencia. Tanto su mamá Nahir como su papá Nelson eran compatibles, pero decidieron que él sería el donador por el postoperatorio: “para que mi mamá pudiera cuidarnos a ambos”.
Stefanny recuerda que recibir un trasplante no es sencillo. “La operación duró 15 horas. Estuve un mes en terapia intensiva porque me compliqué con una neumonía. Era la única niña grande, los demás eran bebés y no podía jugar con ellos. Por las noches, les suplicaba a las enfermeras para que me llamaran a mi mamá por teléfono. No es fácil”, explica. Por eso cuando se recuperó y la pasaron a piso se sintió muy feliz: “Ahí me podían visitar todos y mi mamá se podía quedar conmigo en el sofá. Y me sentía mejor”. Cuenta que en el proceso se hizo amiga de las enfermeras que la consentían: “No me podía mover mucho porque tenía las sondas y las grapas. Pero las enfermeras me movían con los aparatos para que me sentara en la computadora de la estación de Enfermería a jugar un rato”.
“Cuando digo que no fue fácil me refiero a que cuando se es niño es difícil de entender. Engordé mucho por los medicamentos y eso no me gustó; tenía que usar tapabocas para todas partes y la gente se me quedaba viendo porque no es normal andar así. Me invitaban a fiestas pero yo no quería ir con ese tapabocas. Hay que aceptar muchas cosas, que estás enferma, que estás tratando de curarte, y tener fe en que todo va a salir bien, eso me repetía mi mamá, que todo iba a salir bien, y yo le creía”, confiesa.
Prueba superada
Ahora sí se va a las fiestas y ya no tiene que lucir el tapabocas. “Tengo dos mejores amigas y cuando vamos a rumbear están pendientes de que no puedo beber ni estar inventando, ni tomando refresco, saben de mi trasplante y me cuidan. Pero igual estoy en la fiesta y me divierto”. Después de todo, Stefanny asegura que la parte difícil vale la pena. “Tan sencillo como que antes no podía andar moviéndome por ahí, ni andar brincando porque terminaba mal. Ahora voy a todos lados y como de todo, claro, lo de las chucherías no lo hago todos los días, pero antes no podía ni verlas”, cuenta.